Nadar
Tres veces por semana, de cinco a siete, voy a nadar a un club. Empecé este año, cuando todavía era invierno, y a esas alturas mi marido me tenía que ir a buscar a la salida en su coche. Pero ahora, que ya es verano y oscurece más tarde, vuelvo a casa caminando sola. Me gusta ese momento de paz. Cuando salgo del agua me siento ligera, y camino pensando en las cosas que tengo que hacer como si fueran asuntos de otra persona.
En mis horarios siempre coincido con un hombre de canas. Es un tipo muy particular. Parece tener una especie de obsesión conmigo. La primera vez que lo vi fue en uno de los pasillos del club. Él estaba apoyado en la pared, hablando por teléfono, y a mí me llamó la atención enseguida porque tuve la sensación de que lo conocía de algún lado. Recién cuando lo vi en la pileta, ya con la gorra y las antiparras puestas, me di cuenta de por qué: el hombre tenía rasgos idénticos a los de mi suegro. La nariz ancha, los pómulos salientes; hasta la forma del mentón. Un calco.
Me quedé mirándolo algunos segundos, ese día, más que nada por curiosidad. Pero él debió entender otra cosa, porque a partir de ese momento se obsesionó. Me vigila cada vez que entro o salgo de la pileta, o mismo mientras estoy nadando. Yo no nací ayer y puedo reconocer qué tipo de intenciones hay en esa mirada. Aunque cargo con tres embarazos en mi haber, sé que sigo siendo una mujer, digamos, en forma.
Una tarde el hombre y yo chocamos. Yo iba para un lado, él venía en sentido contrario; nadábamos rápido, así que fue un choque bastante brusco. Sentí todo su cuerpo impactándome. Y puedo jurar que él también sintió el mío. Disculpame, me dijo, sacando la cabeza afuera del agua. Está bien, le contesté yo. Y esas fueron las únicas palabras que cruzamos en todo este tiempo.
El hombre nunca conversa con nadie. Llega solo, nada media hora, descansa; después nada otra media hora y se va. Es en sus descansos cuando aprovecha para mirarme. Se sienta en el borde de la pileta y yo puedo ver cómo me mira desde ahí. Sé que me muevo con mucha torpeza en el agua, y me siento cohibida sabiendo que él puede verlo, porque nada muy bien. Se nota que hace tiempo que viene a nadar al club.
Cuando el verano está a punto de terminar, me compro una malla nueva. Es roja, con tiras blancas a los costados; debo reconocer que me expone mucho más que la anterior. La tarde en que me decido a estrenarla, sorprendo al hombre mirándome el escote. Yo me doy vuelta, algo incómoda. El hombre se debe estar haciendo expectativas, y yo no tengo forma de explicarle que no quiero decirle nada con esta malla, que simplemente no encontré otra que fuera de mi talle.
El lunes siguiente nos cruzamos en el pasillo donde están los vestuarios. Hola, le digo por cortesía. Hola, me contesta él. Pero no llego a bajar la mirada que el hombre frena. Deja de caminar y se queda inmóvil, al lado mío; su movimiento es el que alguien hace cuando se predispone a conversar. Pero ahí sigue él, parado enfrente, y no abre la boca. Yo no sé qué hacer. No sé si pretende que sea yo la que hable primero, o si solamente se detuvo para mirar la pileta en el ventanal. Estamos los dos solos, quietos, en el pasillo. El hombre al final gira la cabeza y me dice: Me gusta mucho el color de tu malla. Después se va. Ni siquiera me deja contestar.
Bueno, hay gente para todo, me sonrío después, mientras me cambio en el vestuario.
Cuando voy a la pileta y empiezo mi rutina, el hombre no me mira en ningún momento. Descansa como siempre sentado en el borde de la pileta, con las manos abajo de las piernas, pero esta vez se vigila los pies. Sus pies entran y salen del agua; parece un nene jugando. Yo estoy cada vez más convencida de que el tipo no está bien de la cabeza.
Tampoco me dirige la mirada el miércoles. Ni el viernes.
Pero esa misma tarde pasa.
A eso de las seis, mientras estamos en el natatorio, se larga una tormenta torrencial. Podemos sentir cómo la lluvia rebota en el tinglado. Cuando salgo a la calle y saco el paraguas de mi bolso, el hombre está en la vereda, abajo del toldo de la entrada. Fuma un cigarrillo, mirando el diluvio. Me saluda con un gesto de la cabeza y yo también lo saludo. Pero cuando paso a un lado él se endereza y me agarra un brazo. ¿Querés que te alcance? Me doy vuelta y lo miro. Su mano me aprieta sin fuerza, pero me aprieta. No hace falta, vivo a pocas cuadras. El hombre me mira a los ojos. Dejame que te lleve igual. Cuando le sostengo la mirada, él desvía la suya. Pero sigue sin soltarme el brazo. Puedo sentir la presión suave pero firme de su mano en mi muñeca. Miro la calle, y el agua cae encima del asfalto como una cascada. Está bien, si quiere puede llevarme hasta la ruta. Se lo digo consciente de que mi respuesta lo humilla; de que lo desarma escuchar que lo trato de usted.
Trota abajo de la tormenta y vuelve manejando su coche. El coche está recién lavado; lo puedo notar a pesar de la lluvia. Cuando subo, en el interior siento aroma a perfume. El tablero está lustrado; no hay papeles ni porquerías sueltas. Al parecer es un hombre prolijo. Lo que, debo decir, no me sorprende. No esperaba encontrar su auto en otras condiciones que estas.
El hombre arranca y avanzamos tres cuadras sin abrir la boca. Él maneja prestando atención a los movimientos del coche. En la que viene por favor doble a la izquierda, le aviso cuando nos estamos acercando a la avenida. Pero mientras se lo digo sospecho que no va a doblar. Y, de hecho, no lo hace.
Por qué no dobló, pregunto. Él no contesta. Cuando lo miro, tiene los ojos clavados en el parabrisas. Avanza dos cuadras más y estaciona en una esquina. Enfrente paredones de fábricas. No se ve nadie a nuestro alrededor. Entonces el hombre apaga el motor.
Por qué no dobló, insisto. Quiero explicarle que se está equivocando, pero apenas me salen las palabras. Él se rasca la frente, y después baja la mano y la apoya en mi rodilla. Es un movimiento muy forzado, muy intencionado, y por la humedad en la palma de su mano entiendo que es consciente de su torpeza.
Soy una mujer casada, le digo. Vuelve a sorprenderme la debilidad de mi voz. Él entonces aprieta su mano en mi rodilla, suspirando, y después empieza a acariciarme el muslo por abajo de la pollera. Lo hace sin ninguna sensualidad; su mano va y viene como si mi pierna fuera un mueble y quisiera sacarle brillo.
Miro fijamente el agua que cae sobre el parabrisas. Sé que él ahora me está examinando. De reojo puedo intuir que su mirada va de mi cara a la pierna que me toca; de mi pierna a mis pechos. Cuando me toca un pecho, le digo: ¿Cómo te llamás? Pero en lugar de contestar el hombre se estira en el asiento y me besa.
Es curioso, pero mientras el hombre me está besando solamente puedo pensar en que es la primera vez en mucho tiempo, casi veinte años, que me besan unos labios que no sean los de mi marido. Empujo al hombre, me lo saco de encima con el codo. Quiero saber tu nombre. Cuando me contesta que se llama Juan, siento muchas ganas de lastimarlo. Es lo que hago. Él no llega a esquivar el golpe; la palma de mi mano lo impacta de lleno, y a los pocos segundos una marca se le dibuja en la mejilla.
El hombre apoya una mano en el volante y se queda mudo, mirando la lluvia. Yo sé que le dolió, que le sigue doliendo, y no puedo evitar sentirme culpable. Me siento injusta y mezquina con este hombre que se ofreció a llevarme a mi casa en su auto. Con este extraño que me mira como un nene cuando me acomodo el pelo abajo de la gorra a un costado de la pileta. Me inclino en el asiento y empiezo a desabrocharle el cinto. Él se resiste, nuestras manos forcejean, pero yo me siento decidida. Siempre fui así. Cuando algo se me mete en la cabeza, no paro hasta conseguirlo.
Apenas se lo saco, descubro que el hombre está fláccido. Supongo que por eso se habrá resistido. Me acerco, sin darle tiempo a reaccionar, y mientras lo hago reconozco el olor del cloro; el olor a cloro que tiene el agua de la pileta del club. Él empieza a resoplar. Escucho la lluvia que retumba contra el techo del auto, mezclada con los resoplidos del hombre. Después me levanta la cabeza, me la sostiene del cuello con las dos manos, y me besa. A mi marido le da asco besarme cuando se lo hago. A este Juan no. Este Juan me besa en la boca y me abraza de una manera que casi no me deja respirar. Y a los pocos minutos ya no diluvia, solamente llovizna, y hay un viento tibio sacudiendo los árboles.
Volvemos por la avenida sin hablar. El hombre me deja en la ruta tal como se lo pedí. Lo despido con un beso en la mejilla. Cómo te llamás, pregunta. No contesto. Bajo del auto y cierro la puerta con fuerza. Después cruzo la ruta trotando, esquivando los charcos en los pozos. Cuando me doy vuelta, el auto ya no está.
En casa mi marido y los chicos están mirando la tele. Llegué media hora más tarde que de costumbre, pero ninguno parece darse cuenta de eso, o ninguno por lo menos me lo señala. Hoy puedo considerar un alivio que sea así.
Ya a la noche me da fiebre. Tengo sueños confusos y cada tanto me despierto sobresaltada. Hay un punto en que no sé si estoy soñando o pensando. Mi marido a un costado sigue durmiendo.
Durante un mes dejo de ir a nadar.
Cuando vuelvo al club me siento fuera de estado. Me agito más rápido; ya no puedo moverme en el agua como antes. Voy a los horarios de siempre y hasta me quedo algunos minutos de más, para recuperar todos esos días perdidos.
Pero al hombre no lo vuelvo a encontrar. No lo veo en toda esa semana, ni en la siguiente, ni tampoco en la otra. Eso me extraña, al principio. Saco la cabeza afuera del agua, y los ojos no están. Me acomodo el pelo estirando los brazos, y no hay nadie vigilándome desde el borde de la pileta.
Sigo yendo algunas semanas más, siempre al mismo horario, hasta que me termino por acostumbrar a esa falta. Y cuando lo hago, cuando por fin me acostumbro a mi rutina, dejo de ir. Dejo de ir a nadar al club. Siento que no es para mí. No sé qué esperaba encontrar volviendo. Pero ya no me siento cómoda nadando sola.